Cuentos Infantiles, Federica Miross

Los pequeños ladrones

Esta es la historia de como tres niños como tú o como yo se convirtieron en ladrones. De cariño les digo pequeños ladrones, aunque eran tan astutos que nunca lós atraparon.

Tan buen niño o niña como tú eres, has de pensar «¡Cómo ladrones! ¡No se justifica lo que haces aún que seas niño!«. Bueno, en principio tienes razón. Te propongo que escuches este relato antes de hacer tu juicio final.

Nuestra historia empieza en el barrio donde vivían. Era un barrio tan bonito como cualquier otro. Había casas pequeñas y algunas grandes. Vivían muchos niños y niñas en ellas.

Ahora, los niños y niñas de ese barrio pasaban mucho tiempo afuera, en la calle, jugando con otros niños.

Estos niños jugaban juegos que tal vez tus padres han jugado. Al trompo, a las canicas, al elástico, a la cuerda. Los más abusados se habían construido una abalancha con todo y freno de mano; y los más afortunados tenían hasta patines (de esos de 4 ruedas como coche y freno delantero, no como los que tú conoces con ruedas en filita).

Nuestros amigos se llaman David, Toño y Paco. Son primos, bueno David es primo de Toño y Paco, que son hermanos.

El día en que nuestra historia comienza, están nuestros amigos jugando a las canicas bajo la sombra de un árbol con otros niños del barrio. Hacía mucho calor, la gente estaba en sus casas o terrazas frescas.

En la calle donde estaban sentados afortunadamente no pasaban muchos autos, así que estaban más o menos sólos, concentrados en ganarse la canica que sigue.

«¡Helados!» gritó una voz de pronto a un par de pasos de ellos, «¿Quién quiere helados de mango, guanábana o limón? Bien baratitos, ¡Helados!«.

El dueño de la voz era un muchacho de unos 18 años. Llevaba un pantalón muy sencillo y en la mano derecha llevaba una hielera.

Se paró junto a ellos, «¿No se les antoja un helado frío?«, les preguntó mientras sacaba una paleta de hielo de su hielera.

Los niños levantaron la vista con la boca hecha agua. «¡Cómo no!» dijeron todos a coro, «Pero no tenemos dinero», dijo David mientras veía la paleta como si fuera un tesoro inalcanzable.

«mmmm«, pensaba el muchacho mientras se rascaba la barba, «les digo algo. Si me dejan jugar a las canicas y me ganan, le doy una paleta a cada uno, gratis, ¿Qué piensan?» .

Los niños se miraron muertos de emoción, comunicándose con las sonrisas y los ojos brillantes como estrellas «¡Zas¡» gritaron todos como una voz.

«Soy Joaquín y les advierto que soy un As (eso es ser muy bueno) en las canicas. ¿Jugamos 2 de 3? El que gane 2 partidas, gana, ¿Les parece?«, les preguntó a los niños mientras los veía uno por uno a los ojos.

En verdad era Joaquín tan bueno como su palabra. La primera partida la ganó él, con una facilidad, que parecía comandar a las bolitas de cristal con sus ojos. Los niños no se dieron por vencidos, empezaron a echarle más ganas, tenían que ganar las dos siguientes partidas.

Joaquín perdió la siguiente partida por muy poco, se hizo el empate. Aparentaba estar muy decepcionado, echando la cabeza para atrás con las manos sobre la cara exclamando «¡nooooo! Son muy buenos también ustedes«.

Los niños sintiéndose alagados por estar al mismo nivel del As de Joaquín, aún le echaron más ganas al juego y ganaron la tercera partida.

«¡Sí!» Gritaron los niños levantándose, abrazándose y bailando de alegría. Joaquín desde el piso los veía con los ojos brillantes como estrellas.

«Perdí, ahora les tengo que dar una paleta a cada uno«, dijo poniéndose de pie. «Yo cumplo mi palabra. Tiene que venir a donde dejé mi carro, porque sólo me queda esta paleta y no alcanza para todos«.

«Yo no puedo ir, mi mamá no quiere que me vaya sin avisarle» dijo un chaparrín regordete; otros dos niños también dijeron «yo tampoco», bajando la mirada como pidiendo disculpas y se fueron arrastrando los pies de vuelta a su casa.

¡Ah! Si tan sólo todos hubieran escuchado la voz de sus madres en su conciencia. ¿Puedes ver a dónde va la historia?

Esos niños no volvieron a cenar y no se les vio por mucho tiempo en su barrio.

No sé qué aconteció después que dieron la vuelta en la esquina. La siguiente vez que me los encontré estaban trabajando en el campo.

Trabajaban de sol a sol, literalmente, sin saber dónde estaban, con poca comida y nada como la comida de casa; cansados y sin libertad para irse a jugar o a bañarse al rio o ni siquiera ir a la escuela, aunque esto no es algo que a los niños les encanté hacer, aunque pensándolo bien, es mejor que trabajar en el campo de sol a sol.

Unos hombres sin corazón los vigilaban sin parar. Si se caían, si tiraban algo, si no eran rápidos o si estaban simplemente de mal humor, les daban una paliza.

Varias semanas pasaron en esas terribles condiciones.

Un día, el capataz que los cuidaba a ellos y un grupo de unos 100 niños y niñas le quería dar una paliza a Toño porque se había tropezado al regresar. David y Paco se le echaron encima al capataz. Uno por atrás en el cuello y el otro a rasguñones en las manos de donde tenía agarrado a Toño.

Pronto David comenzó a echarle sacos de cosecha por la cabeza, el costado y literalmente por todos lados. Los otros niños al principio estaban paralizados por el miedo, pronto se unieron a echarle sacos al capataz que pronto se encontró noqueado en el piso.

Tomando la oportunidad de la confusión creada, David, Paco y Toño salieron corriendo, sin parar, ayudándose uno al otro buscando escondites. Varios días corrieron y de noche buscaban refugio sea en cuevas o sobre los árboles del bosque.

Hasta que un día encontraron un lugar desde donde podían vigilar a los animales y a las personas que viajaban por ahí, por igual. En ese lugar podían esconderse de otros y estaban también cerca de un manantial donde podían tomar agua y bañarse.

Un buen día, muertos de hambre, sin saber cazar y sin saber si los frutos de los árboles eran comestibles o no, estaban conscientes que iban a morir si no hacían algo, cuando escucharon las ruedas de una carreta.

Un señor iba enfrente silbando una melodía. Observándolo bien, vieron que iba solo y que tenía fruta en su carreta, probablemente la vendería en una ciudad.

Ese día se convirtieron en ladrones, bueno, pequeños ladrones.

Paco el más chiquito y mono de los tres, se paró frente a la carreta y le hizo conversación al señor con voz de inocencia, preguntándole a dónde iba, qué llevaba en su carreta y contarle que el estaba de paseo con sus primos y que se había perdido.

Mientras tanto David y Toño silenciosamente se treparon en la carreta a robar fruta. Cuando el señor se dio cuenta les gritó «¡Hey!«, pero los tres estaban ya adentrándose en el bosque rumbo a su guarida.

Tan abusado que eres, te preguntas ¿Por qué no le pidieron que se los llevara? Es tan sencillo y complicado como ya no confiaban en los hombres desconocidos, por miedo a ser llevados a los hombres sin corazón.

Descubriendo su nueva forma de vida, se dedicaron a prepararse. Hicieron resorteras, trampas sobre el camino, cerbatanas y frutos muy maduros acumulados sobre puntos estratégicos para ser aventados sobre los viajantes.

Muy abusados, si así hubieran sido de aplicados en la escuela hubieran tenido muy buenas calificaciones.

Tengo que decir que sólo robaban cuando les faltaba comida o ropas; sólo robaban eso, no dinero y no maltrataban a nadie, si no era necesario. Algunas veces tuvieron que atacar como mecanismo de protección ante viajantes poco cooperativos y malhumorados.

Se volvieron expertos. Eran tan hábiles y rápidos que nadie los podía detener. Al entrar en el bosque, parecía como que la tierra se los tragaba, simplemente desaparecían. También robaban tan poco que realmente el daño era el mínimo comparado con el gran riesgo de adentrarse en el bosque a buscarlos.

Dos asuntos comenzaron a ser discutidos en los lugares donde los chismes son pasados de boca en boca, de ahí de pueblo en pueblo: Los niños desaparecidos y los pequeños ladrones.

En muchas ciudades y pueblos de alrededor estaban desapareciendo muchísimos niños, se iban sin dejar huella. Alguien decía que los tenían trabajando, pero nadie sabía si era cierto, quién sería capaz de algo así o en dónde pudieran estar.

Los pequeños ladrones tenían que cuidarse más que otras veces. Muchas veces veían a los capataces de los sembradíos en su búsqueda. Tenían que observar a los pasantes con cuidado antes de atacarlos para no tener que confrontarse con los hombres sin corazón.

El miedo se apoderó de ellos además del hambre, el frío y la tristeza que ya los acompañaba día a día.

Una carreta se escuchó a lo lejos. El olor a jamones y queso les llenó los ojos de lágrimas de la posibilidad de comer algo tan delicioso.

Los niños se encaramaron en su «observatorio» y la analizaron detalladamente: viajaban 3 personas, dos iban enfrente y una atrás descansando, aparentemente durmiendo. Asumieron que venían de un viaje largo e intercambiaban los choferes para poder ir descansando. La persona de atrás debería estar profundamente dormida.

Después de asegurarse que no eran los hombres sin corazón, los niños dejaron caer su trampa favorita frente a la carreta: una serpiente muerta, que aún así asusta hasta el caballo más docil y lo hace levantarse sobre sus patas traseras.

Mientras los choferes se asustaban e intentaban calmar a los caballos, se subieron en la parte trasera de la carreta y bajaron sin vacilar dos bultos. Al intentar agarrar el tercer bulto, una mano se cerró alrededor de la muñeca de David, quien empezó a gritar, rasguñar y a moverse para intentar safarse.

Toño y Paco se hicieron de las resorteras y cerbatanas manteniendo a los otros dos hombres lejos de acercarse a ayudar o intentar atacarlos a ellos.

El dueño de la mano miraba al niño con ojos dormilones, no podía creer lo que veía, ¿Será que seguía soñando?

Volteó a mirar a los otros dos niños, David usó esta oportunidad para soltarse, brincar sobre el borde de la carreta y echarse a correr junto con los otros chicos y con los dos bultos que lograron tener.

Un grito ensordecedor los hizo parar de golpe «¡Toño, Paco!«.

Toño y Paco se voltearon a ver al hombre y lentamente David con el corazón en la barriga y la resortera en las manos, giró por último,. El dueño de aquella voz intentando bajarse de la carreta a tropezones volvió a gritar «!David!«.

«¡Papá!» fue la voz de felicidad de Toño y Paco que echaron todo al piso corriendo a echarse en los brazos del hombre.

«David ven», dijo la voz invitando al tercer niño a sus brazos, quien se acercó caminando como en las nubes, incrédulo. El hombre los abrazó a los tres como asegurándose que no fueran a correr nuevamente.

¡Imagínate la escena que siguió! Lágrimas, abrazos, besos, más lágrimas, más abrazos, más besos.

Los niños se fueron con su padre y los otros hombres sin ver atrás.

Aprendieron que tenían muchas semanas desesperados buscándolos por todos los rincones. La familia se había dividido buscando trabajos que les permitieran viajar y buscar a los niños.

Habían escuchado sobre el rumor de esta carretera, era una pista muy pequeña, sin embargo, no perdían nada, se habían aventurado hacia ésta con la mínima esperanza.

Poco después, los niños se daban una buena refregada bajo el chorro de la regadera y se sentaron frente a una mesa llena de comida a la que ni siquiera miraron sospechosos, como antes de su aventura lo hubieran hecho, simplemente se la comieron.

Al terminar, reclinarse en los respaldos de sus sillas y ver hacia enfrente, se dieron cuenta que estaban frente a más de una docena de hombres y mujeres que habían escuchado de su aventura y venían a escucharla en persona.

Los niños empezaron por el principio, obvio ¿No? Contaron del jóven que se hacía llamar Joaquín, su apuesta y sus helados, que nunca se comieron.

En la camioneta de helados, por que sí era una camioneta de helados, los esperaban 3 hombres más, que sin corazón los agarraron y los treparon en ella sin preguntar si querían acompañarlos.

Varios niños más estaban ahí amarrados y con trapos sobre la boca, para que no gritaran.

Después de muchas horas los bajaron en la oscuridad en un bodegón en donde había catres repartidos por todo el piso. Algunos niños ya estaban ahí, se veían muy delgados y cansados. Les dieron un plato de frijoles como cena y les apagaron la luz.

Desde ese día trabajaron en las tierras cosechando desde muy temprano, hasta muy tarde. A medio día les daban un pedazo de pan como almuerzo, en la mañana y en la noche un plato de frijoles.

Contaron de cómo lograron luchar contra su capataz y como escaparon; y sus aventuras dentro del bosque hasta que llegó su padre. Ya fuera de ese peligro, los niños se apenaron mucho por todos los robos, pero «no teníamos otra opción, ¿Verdad?«, dijo Toño mirando a los ojos a su padre, en busca de afirmación.

«Esa es la solución que ustedes encontraron, es la solución que les permitió vivir y es la solución que los devolvió a nosotros. No es lo que sus padres planearon para ustedes, no es lo que esperamos crezcan a ser, pero es la que nos ayudó a encontrarlos«, dijo con voz grave el padre de Toño y Paco.

Los niños fueron llevados a dormir, bien vigilados por hombres de confianza. Mientras eso acontecía, en el comedor del albergue hubo una gran conferencia. Todos esos hombres y mujeres presentes eran padres o madres de algún niño o niña desaparecidos.

Al día siguiente, cuando Toño, David y Paco bajaron a desayunar, descansados por primera vez sin temor a que los devorara un animal o peor que los encontraran los hombres sin corazón, se encontraron el comedor lleno de hombres y mujeres.

Los padres presentes la noche anterior habían pasado la voz de casa en casa, por teléfono o personalmente, así que todos ellos habían venido.

Se organizaron rápido. Ese increíble día, una procesión de más de 100 padres y madres encabezados por David, Toño y Paco aparecieron en las tierras de los ladrones. Por armas llevaban desde escopetas hasta lanzas y picos de labrar.

Los hombres sin corazón, al ver aquella multitud de hombres y mujeres, sin estar preparados u organizados, se volvieron un caos. Unos comenzaron a disparar a diestra y siniestra, otros, de plano, salieron corriendo por sus propias vidas.

Fue rápido y nadie de los padres salió lastimado. El cielo se llenó de gritos de «¡Papá!» o «¡Mamá!» o de los nombres de los niños que fácilmente se identificaban «¡Javier!«, «¡Rosa!«, «¡Cristina!«, «¡Carlos!«….

Todos los niños ese día o los días que siguieron se reunieron con sus familias. Los ladrones sin corazón que habían capturado fueron entregados a las autoridades.

Nuestros amigos pudieron volver a sus hogares al lado de sus madres y hermanos. Se abrazaron y lloraron un poco más, contaron su historia más de una vez, créeme. Algunos niños que se habían logrado quedar en casa, por escuchar a sus madres en su conciencia, estaban muy impresionados con la historia.

Sentí como algo me jalaba de la manga de la camisa. Ví hacia abajo, un pequeñín que había estado prisionero, con lágrimas en los ojos me dijo con su voz clara pero triste:

«Diles a los niños y niñas que no se alejen de sus casas, que no sigan a nadie, amigo o no, que los quiera convencer a hacer cosas que no están bien. Diles que escuchen a sus padres, porque estar sin ellos es horrible».

Aquí cumplo mi palabra, que conste que te lo dice un niño.

Tan tan

Para tí, de

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2 comentarios en “Los pequeños ladrones”

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